lunes, 15 de junio de 2015

La revolución democrática de la gastronomía peruana

Gastón Acurio: “Nunca antes ha sido tan democrático comer en un mercado”

Escribe: Juan de la Puente

Gastón Acurio. Precisa que la cocina peruana es una imagen, un conocimiento, un reconocimiento.

Gastón Acurio, aunque no lo acepte, es el padre de la revolución gastronómica peruana. En el siguiente diálogo hace un balance de los primeros años de este vasto movimiento social,  de su significado como esfuerzo por peruanizar el mundo, como la búsqueda de un quehacer colectivo nada egoísta que resuelva la contradicción entre un país rico y diverso con desnutrición y anemia. Sugiere además los ejes de una política pública que esperan cocineros, productores y comensales de los políticos en campaña.

Vivimos una revolución gastronómica. En qué estado nos encontramos.

El Perú en los últimos 10 años ha logrado construir una imagen, un conocimiento, un reconocimiento de su gastronomía como representante de la cultura peruana, de una identidad que además tiene consecuencias en diferentes territorios, comercial, internacional, marca país. A diferencia de hace años, el mundo conoce que la cocina peruana existe y quiere probarla.

 ¿Esto es más una razón exterior o una razón interior?

Lo que está sucediendo con la cocina obedece a ingredientes para hablar en términos culinarios. El primero, una exuberante biodiversidad que hace de la cocina peruana algo muy atractiva para un mundo que, además, ha abrazado la diversidad versus la estandarización, que era lo que vivíamos en los años 60, 70, 80s.

Hay algunos retrasos en la puesta de valor de esta diversidad; algo pasa con las frutas peruanas. ¿A qué se debe?

Principalmente a la perecibilidad; es decir, yo tengo una exuberancia de frutas amazónicas que ya quisiéramos disfrutar cada día; sin embargo, la altísima temperatura en la selva hace que si estas frutas no son extraídas o recolectadas rápidamente y colocadas en el mercado se pudren y pierden valor. Lamentablemente, si hay una trayectoria más desconectada del Perú, es la Amazonía.

En esta revolución qué papel juega la relación entre el plato y el cocinero; es más una revolución de platos o de productos.

Lo central es la cadena, es el que produce, el que comercializa, el que transforma, el que consume. Hay que tener algo bien claro: la gastronomía no es la exclusividad de un restaurante de élite, la gastronomía sucede en las esquinas con un emolientero, en el hogar de una familia que quiere alimentarse porque tiene información de una manera deliciosa y saludable al mismo tiempo.

Si hiciese una comparación con la revolución gastronómica mexicana, se dice que allí hubo un protagonismo mayor de la masa, es decir, del productor; no tanto del cocinero.

Es una percepción; la realidad es que como nunca antes el cocinero que cocina en la calle, en una esquina tuvo más reconocimiento que hoy. Nunca antes ha sido tan democrático comer en un mercado. Hace diez años viajaba por todo el Perú y comprobaba cómo los campos de quinua se pudrían, y no es que no había mercados internacionales;  no había mercados nacionales porque los peruanos no querían comer quinua porque le habían enseñado que era algo feo; 300 años después los campesinos logran acceder a un mercado. Ha sido tan avasallador que ha terminado desabasteciendo la curiosidad que el peruano ha recuperado, ocasionando que el precio se vuelva poco asequible.

Así como hay países futbolizados, este es un país gastronomizado. Me queda claro qué significa para la economía, pero qué implica como cultura que todos los días se hable de  platos, sabores, cocinas, cocineros, premios.

Implica el ejemplo de que es posible desarrollar un capitalismo colaborativo, desarrollar una industria a partir de no competir entre peruanos sino compartir conocimientos, éxitos y fracasos. En primer lugar, es la demostración de que es posible que podemos trabajar en conjunto y lograr grandes cosas; en segundo lugar, la demostración de que nuestra identidad, que durante siglos hemos negado, tiene una estética que el mundo valora y admira. Y lo tercero, que la creatividad del peruano inspira a otras actividades creativas.

Esta revolución presenta pues también brechas. No todos van a llegar a la cocina de élite. Qué futuro hay para el huarique; este capitalismo colaborativo presenta límites también.

Sin duda, pero los límites los marca uno si cree que el Perú termina en el Perú. El mundo es grande y si queremos peruanizar el mundo, el potencial que tenemos es infinito. Las oportunidades están en la medida que nosotros creamos que es posible, que nuestra papa a la huancaína tenga el mismo reconocimiento internacional que el Kétchup, por ejemplo. Entonces podemos decir: el kétchup es mejor que la huancaína, y ¿quién dice eso, cómo puedes valorar eso? Yo me rebelo ante esto.

En el balance de esta revolución me quedan claro dos apreciaciones: el haber alcanzado la expansión y haber abierto la diversidad. Qué viene para adelante en los próximos 10 años.

Lo más difícil, y no es consolidar una industria llamada cocina peruana, porque los actores ya están trabajando, hay una generación nueva que la lidera Virgilio Martínez y otros cocineros en el terreno de la creatividad, pero también en los huariques, en los mercados, en la calle; sin embargo, los desafíos son aquellos que forman parte de las contradicciones de vender una gastronomía fascinante con problemas inaceptables como la desnutrición, la deforestación.

Y ahí, qué autocrítica habría que hacer de esta revolución de 10 años.

Tratar de entender cómo podemos inocular en el sector público la urgencia de acabar en el año 2021 con la desnutrición en nuestros niños, en un país que se vende como biodiverso en recursos alimenticios. Hemos avanzado en la lucha contra la desnutrición pero hemos crecido en los últimos años en anemia en los niños. Vendemos a Lima como una de las capitales gastronómicas del mundo, y de hecho el mundo lo considera así, pero cuando (el turista) llega a Lima se encuentra que su río Rímac está muerto.

Ese es un desafío de la gastronomía pero en clave muy política, de un tema que sale del ámbito de los cocineros, de los restaurantes, digamos de la cadena; esta es una cosas más de Estado, más de sociedad.

No necesariamente, porque el Estado obviamente cumple un rol articulador y de invertir en aquello que tenga que invertir para recuperar el Rímac; pero ¿quién lo contamina? Lo contaminamos nosotros, desde que nace, empieza con las mineras y luego con las curtiembres, con la agricultura llena de pesticidas, con los desagües, luego con la basura y finalmente llega al mar.

En esa identidad por qué tiene más valor la cocina que el baile, la música, la danza, la fiesta peruana.

Quizá porque nosotros hace diez o doce años logramos algo. No hay ningún motivo para creer que la creatividad que los peruanos han desarrollado en la cocina es superior a la creatividad que los peruanos han creado en sus danzas, en su música, en sus diseños. En qué se diferencia la popularidad de lo uno y de lo otro, quizás en la capacidad que hemos tenido quienes formamos parte de la comunidad gastronómica de trabajar en equipo, de celebrar el éxito ajeno como propio sin tener el temor de que esto nos estará restando.

Hay cocinas regionales que han sido muy favorecidas en esta revolución, un redescubrimiento, primero la cocina arequipeña que se ha hecho nacional, también la chiclayana.

¿Como van las otras cocinas regionales?

Irán en la medida que los movimientos se gesten en los propios lugares. Yo recuerdo que a veces me escribían para que desde Lima les hagamos una feria que represente sus productos, y la respuesta que siempre les daba era la misma: con qué vergüenza vamos a ir los limeños a armarles una feria de sus productos a su propia región.

Lo que dices es que el redescubrimiento es parte de la identidad.

Y nosotros estaremos desde Lima o desde donde sea para aplaudirlo. Hemos superado una etapa en donde el arequipeño consideraba que el norteño hacía una peor comida que la suya, donde el trujillano consideraba que su cabrito era mejor que el piurano; hoy, todos nos aplaudimos, nos celebramos mutuamente. ¿Qué ocurre? En la medida en que se forme una comunidad de cocineros, productores, agricultores, artesanos, locales, poniendo en valor lo suyo, encontrarán a un público dispuesto a aplaudirlo como nunca antes.

Pero hay movimientos que ya vienen…

Hay movimientos articulándose en Ayacucho, en Tacna, en Loreto, en Trujillo, en Piura, en Tarapoto. Pero la ilusión es que uno pueda entrar a Facebook, a las redes, mirar la página oficial de la gastronomía ayacuchana en donde todos los actores participan divulgando información de los productos, de las recetas, de los personajes culinarios, y así de cada región del país.

Dices que esta revolución redescubrió la quinua. Me preocupa la papa; creo está perdiendo si uno mira las cartas de los restaurantes ¿No es el momento de la papa como emblema gastronómico?

Lo que tú ves en relación al arroz es cierto en la costa. Pero la sierra es el reino de la papa y los tubérculos y el Amazonas es el reino de la yuca y del plátano que se expresa además en su recetario. Tú no ves en una pachamanca arroz y nadie se atrevería a servirlo; en Cusco nadie serviría un cuy frito con arroz, lo sirven con papa; entonces, es un tema más de costa y más que verlo como un problema diría que habría que verlo como una oportunidad. De hecho estamos celebrando el festival de la papa con cuatro nuevas variedades de comunidades que vienen de 12 regiones del Perú.

Parte de esta agenda es la recuperación de saberes; con el pescado y la quinua hay logros, pero hay fracasos. Hace 14 mil años nuestra fruta más importante era la guayaba, hoy marginal.

A eso me refería con el conocimiento. Veo que hay desnutrición y hay que hacer un plan estratégico para acabarla; hay que generar el sistema legal para que eso suceda. Esto que parece tan sencillo obviamente requiere de una voluntad política que lamentablemente quizás, ojalá nos equivoquemos, no la tengamos.

¿La cocina peruana no debería sentirse amenazada por las leyes contra la comida chatarra? Su defensa dice por qué nos regulan a nosotros si la cocina peruana tradicional no es una comida necesariamente saludable.

Yo no soy muy partidario de las regulaciones; sin embargo, sí creo que tiene que haber una autorregulación de parte de una industria que tiene que comprometerse con los desafíos y las oportunidades. Si una industria ve que el consumidor quiere la verdad, entonces hay una obligación de poner en el etiquetado qué ingredientes tiene, no poner medias verdades. Pero acá hay un ingrediente clave: que no lo hagan porque lo necesitan para sobrevivir sino porque es lo correcto.

“DERROTAR A LA DELINCUENCIA Y AL CRIMEN ORGANIZANDO CON UN PACTO ENTRE LAS FUERZAS POLÍTICAS”

A cinco años del Bicentenario e ingresando a un proceso electoral qué podría esperar del Estado el movimiento de la cocina en los próximos 4 o 5 años.

Que acompañe en cinco territorios fundamentales. El principal problema que tiene un joven peruano que tiene un sueño y un pequeñísimo capital, es hacer una revolución legal. El sistema está hecho para hacer imposible que el joven haga su sueño realidad de una manera formal y legal. (Segundo) En el terreno nutricional, si tenemos a más de 200 mil mujeres en los 15 mil comedores populares, cómo podemos articular al comedor popular  como un espacio donde puedes llegar a 2 millones de personas en estado vulnerable a través de la gastronomía.

Cuáles son los otros tres.

Lo tercero es la recuperación de las cuencas y proteger nuestra biodiversidad; la batalla que tenemos con los transgénicos no es una batalla ambiental, es una batalla comercial.

Luego, tenemos que acompañar en la promoción internacional del Perú, una política gastronómica que promueva al Perú como un destino turístico y sus productos. Y por último, invertir en la formación; en el Perú no existe una sola escuela pública relacionada con cualquiera de las actividades del turismo.

En esa perspectiva ética, en qué momento se debate cómo conciliar la lucha por una buena salud con la cocina peruana, ¿o eso no les podemos pedir a los restaurantes y cocineros?

Para nada; ya no son incompatibles el placer con el bienestar, por eso la nueva denominación de la cocina es la cocina del bienestar. Ante los ojos del mundo, el Perú es el país de la cocina de bienestar. No se han enterado todavía pero nosotros le metemos papa, yuca, frejol y arroz en un mismo plato, que no es tan saludable obviamente; pero la realidad es que nuestra cocina es saludable principalmente porque proviene de productos de la tierra, del mar, silvestres. Lo que toca es inocular la idea de esta estética del bienestar, es decir, vamos a hacer un menú delicioso pero también saludable; no tengo por qué hacer en un mismo menú causa limeña, arroz con pollo y arroz con leche; puedo hacer causa limeña, un sudado y una ensalada de tuna con mango, y al día siguiente un arroz con pato, pero que lo comienzo con un solterito.

¿Cuánto puede la inseguridad dificultar el movimiento de la cocina, o podríamos acondicionarnos como los mexicanos?

El turismo es lo que más me preocupa. El principal desafío para poder garantizar un desarrollo sostenible de todas las industrias incluyendo la del turismo y de la gastronomía es derrotar implacablemente a la delincuencia y al crimen organizado, lo que implica generar seguramente un nuevo pacto entre las fuerzas políticas para que esto suceda.


Fuente: La República

viernes, 12 de junio de 2015

Terrorismo antiminero

Terrorismo

Escribe: Eduardo Dargent

Primo Levi, sobreviviente del genocidio nazi, decía sentir repugnancia cuando se usaba “campo de concentración” como símil de otros lugares de reclusión menos inhumanos. Al respecto, José Gonzales (Tolerancia, Miguel Giusti Coord. PUCP 2015) indica en un ensayo sobre el uso fácil de dicho término y el rechazo de Levi que “no se puede trivializar, generalizando, la situación de Auschwitz para referirse a nuestra vida cotidiana en las instituciones democráticas”. Hay que guardar las palabras que describen el mal absoluto (genocidio, totalitarismo) para actos de esa magnitud. Si por motivaciones políticas o por grandilocuencia académica las utilizamos de manera ligera, terminamos devaluándolas, minimizando el horror que deben recoger.

Algo así viene sucediendo con el uso de la palabra terrorismo en el país. En nuestra memoria “terrorista” representa a fanáticos que consideraron que en nombre de la “verdad” (una verdad muy pobre) y la utopía (una distopía, más bien) era legítimo asesinar, esclavizar indígenas, abolir el pluralismo, sacrificar inocentes. Condenar este fanatismo, y su pobre metafísica, no implica dejar de intentar entenderlo o negar la humanidad de sus miembros. Pero es claro que estamos frente a actores que escapan a la política, no son parte, ni pueden serlo, de nuestra comunidad. 

Tampoco me parece exagerado hablar de terrorismo de Estado para describir actos aberrantes cometidos por las autoridades durante el conflicto: asesinatos, torturas, violaciones. Crímenes realizados lejos de actos de guerra y contra sectores vulnerables cuestionan las bases de legitimidad del Estado. Actos que se pudieron cometer por la persistencia de gruesas asimetrías de poder y por el racismo con el que cargamos. Conductas que, cuando menos, deberíamos reconocer como aberrantes para enfrentar sus causas.

Terrorismo, entonces, debería describir ese momento en el que la política se acaba, donde solo queda un enemigo que intenta destruirnos. Pero en las últimas semanas veo que esa palabra ha sido capturada para describir a opositores o rivales, para construir enemigos. Terrorismo antiminero, para describir a quienes se oponen violentamente al proyecto minero Tía María, aunque, la verdad, su uso ya se extiende a cualquiera que proteste. Terrorismo de Estado, para describir los excesos de la policía en el mismo conflicto. El propio Presidente señala que criticar a su esposa por tener lujos es un argumento típico de Senderistas.

Con toda su gravedad, la violencia en Islay y los delitos cometidos por quienes protestan y el Estado todavía pueden (y deben) ser tratados como conflictos de una comunidad política. No quiero ni pensar lo que sería un real terrorismo anti-minero o lo que implicaría un terrorismo de Estado.

Este uso fácil de una palabra tan cargada es un síntoma más de la actual devaluación del debate público y la ausencia de voceros que ponderen en el mismo. En todos lados hay violencia y exageración, y extremistas no faltan. Pero a diferencia de otros lugares, tenemos menos buffers que ponderen, arbitren en esos debates en los medios, en la política (escuderos vs ejecutores), o en redes sociales, el reino del acuchillamiento.

Un espacio público de este tipo hace muy difícil construir la empatía necesaria para procesar estos conflictos. Es curioso: la guerra interna nos dio límites claros sobre lo intolerable, aquello que distingue al enemigo del opositor, sobre las virtudes del pluralismo y los costos del fanatismo. Hoy, sin embargo, copiamos las formas de la guerra para ver enemigos mortales donde hay rivales y opositores.


Fuente: La República