Terrorismo
Escribe: Eduardo Dargent
Primo Levi, sobreviviente del genocidio nazi, decía sentir repugnancia
cuando se usaba “campo de concentración” como símil de otros lugares de
reclusión menos inhumanos. Al respecto, José Gonzales (Tolerancia, Miguel
Giusti Coord. PUCP 2015) indica en un ensayo sobre el uso fácil de dicho
término y el rechazo de Levi que “no se puede trivializar, generalizando, la
situación de Auschwitz para referirse a nuestra vida cotidiana en las
instituciones democráticas”. Hay que guardar las palabras que describen el mal
absoluto (genocidio, totalitarismo) para actos de esa magnitud. Si por
motivaciones políticas o por grandilocuencia académica las utilizamos de manera
ligera, terminamos devaluándolas, minimizando el horror que deben recoger.
Algo así viene sucediendo con el uso de la palabra terrorismo en el
país. En nuestra memoria “terrorista” representa a fanáticos que consideraron
que en nombre de la “verdad” (una verdad muy pobre) y la utopía (una distopía,
más bien) era legítimo asesinar, esclavizar indígenas, abolir el pluralismo,
sacrificar inocentes. Condenar este fanatismo, y su pobre metafísica, no
implica dejar de intentar entenderlo o negar la humanidad de sus miembros. Pero
es claro que estamos frente a actores que escapan a la política, no son parte,
ni pueden serlo, de nuestra comunidad.
Tampoco me parece exagerado hablar de terrorismo de Estado para
describir actos aberrantes cometidos por las autoridades durante el conflicto:
asesinatos, torturas, violaciones. Crímenes realizados lejos de actos de guerra
y contra sectores vulnerables cuestionan las bases de legitimidad del Estado.
Actos que se pudieron cometer por la persistencia de gruesas asimetrías de
poder y por el racismo con el que cargamos. Conductas que, cuando menos, deberíamos
reconocer como aberrantes para enfrentar sus causas.
Terrorismo, entonces, debería describir ese momento en el que la
política se acaba, donde solo queda un enemigo que intenta destruirnos. Pero en
las últimas semanas veo que esa palabra ha sido capturada para describir a
opositores o rivales, para construir enemigos. Terrorismo antiminero, para
describir a quienes se oponen violentamente al proyecto minero Tía María,
aunque, la verdad, su uso ya se extiende a cualquiera que proteste. Terrorismo
de Estado, para describir los excesos de la policía en el mismo conflicto. El
propio Presidente señala que criticar a su esposa por tener lujos es un
argumento típico de Senderistas.
Con toda su gravedad, la violencia en Islay y los delitos cometidos por
quienes protestan y el Estado todavía pueden (y deben) ser tratados como
conflictos de una comunidad política. No quiero ni pensar lo que sería un real
terrorismo anti-minero o lo que implicaría un terrorismo de Estado.
Este uso fácil de una palabra tan cargada es un síntoma más de la
actual devaluación del debate público y la ausencia de voceros que ponderen en
el mismo. En todos lados hay violencia y exageración, y extremistas no faltan.
Pero a diferencia de otros lugares, tenemos menos buffers que ponderen,
arbitren en esos debates en los medios, en la política (escuderos vs
ejecutores), o en redes sociales, el reino del acuchillamiento.
Un espacio público de este tipo hace muy difícil construir la empatía
necesaria para procesar estos conflictos. Es curioso: la guerra interna nos dio
límites claros sobre lo intolerable, aquello que distingue al enemigo del
opositor, sobre las virtudes del pluralismo y los costos del fanatismo. Hoy,
sin embargo, copiamos las formas de la guerra para ver enemigos mortales donde
hay rivales y opositores.
Fuente: La República
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